Sí, sí, has leído bien: los seres humanos tenemos de media unos 2 Kg de microbios en nuestros intestinos. Son una gran familia de microorganismos constituida principalmente por bacterias, pero también por arqueas, hongos, protozoos, virus y hasta parásitos. Convivimos en nuestro cuerpo con cientos de miles de millones de pequeños seres, tan pequeños que caben cien en el ancho de un pelo. Son tantos que superan con creces a nuestras células. Vamos, que cuantitativamente somos más bacteria que ser humano.
Por cierto, el conjunto de microbios que alberga nuestro cuerpo se llama microbiota, y los que se encuentran en el colon, es decir, la inmensa mayoría, se conocen como (micro)flora intestinal. Se precisa intestinal porque existe también la flora bucal, nasal, vaginal… y hasta en las glándulas sudoríparas (son ellas las que nos dan nuestro olor particular).
En el colegio, nos decían que la digestión empezaba en la boca, luego continuaba en el estómago y después el bolo bajaba al intestino. Pero lo que nadie dice es que muchísima digestión ocurre en el colon, pero lo que pasa es que no la hacemos nosotros, sino nuestra microbiota. Y esa digestión tiene un gran impacto en nuestros niveles nutricionales, pero también en la cantidad de toxinas que absorbemos, en el comportamiento de nuestro sistema inmunitario, incluso en la expresión de nuestros genes. Se sabe que la microbiota y el intestino son capaces de modular nuestro comportamiento y que, por ejemplo, pueden llegar a guiar nuestra preferencia por unos u otros alimentos, y a controlar nuestra sensación de hambre y saciedad. El padre de la medicina occidental, Hipócrates, ya lo dijo en su momento: «Toda enfermedad empieza en el intestino». El premio Nobel de medicina Elías Mechnikov, 2.300 años después afirmó: «La muerte empieza en el colon». Lo que ellos intuyeron ahora lo sabemos a ciencia cierta y con detalles. El colon no es un tubo para caca: es el hogar de microbios sin los cuales no podemos vivir.
Los famosos probióticos son los microbios en sí y los encontramos en suplementos comerciales y en alimentos fermentados: chucrut y otras verduras lactofermentadas, yogures o kéfir no pasteurizados, miso, kombucha, etc. Los prebióticos, sin embargo, son las sustancias que alimentan a dichos microorganismos:
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fibras fermentables de alimentos como la cebolla, el puerro, la zanahoria y la manzana cocidas, las semillas de lino y chía, la patata cocida y enfriada en la nevera, etc.;
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polifenoles (compuestos que actúan como antioxidantes) y que encontramos en las especias, el cacao o los frutos rojos, por ejemplo;
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grasas buenas de sardinas, boquerones, caballa, aceite de oliva virgen extra, aguacate o frutos secos;
No obstante, no es lo mismo tomar prebióticos cuando se tiene una flora más o menos normal que cuando está alterada (disbiosis). Es como echarle abono a las malas hierbas. Por eso muchas personas no toleran bien las legumbres, las cebollas y otros alimentos ricos en azúcares fermentables: en lugar de alimentar a las buenas bacterias, están alimentando a las malas. Es algo que muchos médicos aún no entienden, que aconsejan a un estreñido crónico comer más fibra y tomar prebióticos comerciales y no le creen cuando dice que empeora.
Por otro lado, tu dieta ciertamente contribuye a esculpir tu flora pero, a la inversa, tu flora condiciona lo que pueda ser tu dieta. Según las bacterias que posees, un mismo alimento te puede sentar bien o mal. Esto nos explica la profunda individualidad que hay en la alimentación y por qué, por ejemplo, ciertas personas se sienten mejor cuando consumen una dieta más vegetariana, mientras que otros se sienten peor.
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